Y entonces… fui un Ironman.
La
reseña de mis horas para cumplir una experiencia transformadora.
Cozumel, Quintana Roo. 25 de
Noviembre de 2012.
Era la
mañana del sábado previo al Ironman, estábamos en el
Parque Chankanab, justo donde sería la fase de natación de la prueba. El lugar
me resultaba familiar por las veces anteriores en las que había practicado y
competido la natación para el triatlón. Me encontraba con mis amigos de
Saltillo, todo era buen humor, risas y mucha emoción por meternos al cristalino
y espectacular mar de la isla de Cozumel.
Nos
pusimos de acuerdo y recuerdo haberles comentado, “les sugiero que naden entre treinta y cuarenta minutos, nos vemos justo
aquí al terminar nuestro entrenamiento”. Dejamos nuestra utilería bajo un
árbol, caminamos por el muelle y cada quien fue tirándose al mar. Todo parecía
normal, como en otras ocasiones, pero el mar nos tenía una sorpresa. Al entrar
quise nadar, no podía, las olas no me permitían ligar tres o cuatro brazadas
continuas (anteriormente no existían olas, era siempre un mar calmado y sin
muchas corrientes). Me entraba agua a la boca, no podía ver hacía el frente por
la altura de la marea y simplemente al bracear sentía que no llegaba a ningún
lado.
Mi
sentimiento era totalmente inusual, era como estar metido en el mar cuando
nadie debería de estarlo por lo peligroso que se comportaba. Hasta imprudente
me sentí, a pesar de conocer mis capacidades como nadador. Después de intentar
avanzar y nadar hacia algún lado para entrenar, decidí volver al muelle,
simplemente no encontraba la fórmula para avanzar y lograr ligar algunas
brazadas seguidas sin el sentimiento de que me encontraba en el mismo lugar sin
avanzar. Salí del mar, subí hacía el muelle y vi mi reloj, solo había “nadado” catorce minutos de los
supuestos treinta o cuarenta, caminé hacia el árbol del encuentro con mis
amigos, obviamente ellos aún no salían del mar, y recuerdo haber ido muy
pensativo, las risas habían desaparecido y otro grupo de triatletas se
encontraban al lado mío totalmente serios y pensativos. Podías perfectamente
identificar quienes ya habían entrado al agua y a los que aún no. Los primeros
tenían cara de preocupación, los segundos risas y alegría.
Regresamos
a nuestro hotel en las bicicletas, notando que el viento jugaría otra parte
importante, pues se mecían repetida y violentamente mientras volvíamos. En mi
mente ahora era otra competencia en cuanto a estrategia, la natación se
convertía en la etapa más dura del ironman, seguida de la bicicleta por el
viento y el maratón pasaba a ser en teoría la parte menos ruda del triatlón.
Con esos pensamientos viví mi sábado previo al ironman de Cozumel. Recuerdo en
momentos haberle comentado a mi esposa: “¿qué
me enseñará Dios y la vida mañana? ya que para este evento me preparé entre
seis y ocho meses, y ahora el clima jugaba un papel fundamental que
anteriormente no lo era. Solo pedía a Dios que el clima cambiara un poco para
el domingo, sin embargo, el que tuviera que ser, sería el perfecto para
aprender y experimentar un nuevo reto. Todo es perfecto en el momento preciso,
sólo tenía que estar preparado para esas condiciones.
Al
día siguiente me desperté a las cuatro de la madrugada, hice un poco de yoga y
medité por unos minutos para tener paz interior. Tomé mis útiles que había
preparado la noche previa y me dirigí al autobús que nos llevaría al Parque
Chankanab para iniciar el Ironman.
El
clima era muy similar al del día anterior, mucho viento y eso significaba un
mar “picado”. Ya en la zona de transición, preparé mis enseres junto a mi
bicicleta, revisé las llantas, frenos y cambios para estar seguro de que todo
funcionaba a la perfección, tal cual lo había hecho la tarde previa, eran casi
las seis de la mañana ya, y todo estaba listo para iniciar en punto de las
siete un día de horas de ejercicio físico, mental y espiritual.
Después
de meditar y dejar que pasara el tiempo, me tiré del muelle hacia al mar cuando
faltaban escasos cinco minutos para el disparo de inicio, revisé la corriente y
el primer kilómetro lo nadaría contra corriente hasta la primera bolla de
retorno. Busqué un lugar para situarme en medio de otros competidores y así
irme junto con ellos y sopesar un poco el oleaje en contra. En eso escuché la
chicharra de inicio y todos se lanzaron al mar y empezaron a nadar apresurados
como si la competencia fuera de cien metros. Sentía como si una estampida de
búfalos viniera tras de mi, el sonido de los brazos chocando contra el agua y
la calma del fondo del mar cuando sumergía mi cabeza, contrastaban de modo interesante.
Al inicio pensé que sería un poco peor, sin embargo empecé a tomar ritmo y
sentía que avanzaba junto con el resto del grupo, había algunos golpes
naturales y de esperarse de los otros nadadores que se encontraban delante, en
mi lado izquierdo, derecho y detrás, realmente estaba muy atento a cualquier
golpe de cualquier lado que viniera, pero seguía nadando de forma fluida.
Para
mi sorpresa, llegué a la primera bolla de retorno con cierta facilidad, sabía
que llevaba un kilómetro nadando en contra y había pasado relativamente fácil,
viré hacia mi izquierda y nadé un poco mar adentro para encontrar la siguiente
bolla y después di vuelta de nuevo hacia mi izquierda para nadar dos kilómetros
de regreso. Esa parte me llenó de motivación ya que avanzaba rápido y con
cierta facilidad, me di cuenta que iba a favor de la corriente y mi esfuerzo
era nulo.
Calculo
que estuve así por alrededor de treinta minutos, vi a la distancia la última
bolla de retorno para nadar el último kilómetro hacia el muelle de inicio y
terminar mi etapa de natación, cuando di vuelta hacia mi izquierda tuve un mal
presentimiento, la corriente en esa parte del mar era mucho más fuerte y en
contra, el oleaje era agresivo y a pesar de mis brazadas la sensación de no
avanzar era inconfundible.
Tomé
un punto de referencia en el fondo del mar, era una roca, y lo que presentía lo
confirmé, no avanzaba como de costumbre. Me pegué a otro nadador para tratar de
crear menos resistencia al agua, funcionó; sin embargo, ambos nadábamos lento
luchando contra la corriente y el oleaje. Después de nadar aproximadamente, y
según mis cálculos mentales, durante unos veinte minutos, no lograba ver ni la
última bolla ni el muelle de llegada, era hasta cierto punto desesperante pero
tenía que estar con mi mente clara y limpia de cualquier pensamiento que no
fuera útil en ese momento.
Después
de unos minutos más, por fin logré ver el muelle a lo lejos, apunté mi cuerpo
hacia el mismo y me programé para nadar y nadar hasta verlo realmente cerca. Pensé
que Dios se encontraba dentro de mi cuerpo nadando, en el cuerpo de Ricardo
Sala, pero Dios era quien nadaba, así podía tener la sensación de seguridad,
confianza y amor mientras avanzaba.
No
sé cuánto tiempo nadé, ya que me concentré tanto que sólo hacía dos
movimientos, brazo derecho-brazo izquierdo. Así perdí la sensación del tiempo
lo cuál había entrenado en los últimos meses. La última etapa de mi
entrenamiento mental consistió en “borrar” el tiempo real. Me sirvió, ya que de
pronto el muelle estaba muy cerca. Vi las escaleras para salir del agua y mi
sorpresa fue que cuando salí y revisé mi reloj, advertí que en mi etapa de
natación, de una hora y veintitantos minutos, excedí en demasía comparado con las
pruebas de años anteriores en el mismo mar y en la misma competencia. Ni
hablar. A lo que sigue.
Me
dirigí rumbo a mi bicicleta, me puse el casco, mi número de competidor y corrí
hasta la zona de monte, ahí me subí, me puse mis zapatillas mientras avanzaba y
empecé a pedalear. La etapa de natación había quedado atrás, había sido una
etapa muy dura y pesada, pero ya era parte del pasado, ahora era el turno de
mis piernas y mi bicicleta.
Los
primeros kilómetros fueron de adaptación y comer algo. Pedaleaba no tan fuerte
para mi forma habitual, pero rebasaba a otros competidores con cierta
facilidad. Mi velocímetro me marcaba que rodaba a 40 kilómetros por hora, sin
esfuerzo alguno. Efectivamente, el viento tenía que ver con mi velocidad, así
que decidí apretar el paso, ya que sabía que del otro lado de la isla el viento
iba a estar en contra. Después de una media hora de pedalear a buena velocidad
por encima de los 40 kilómetros por hora, a mi lado derecho apareció el inmenso
mar azul, imponente y bellísimo. Junto a esa espectacular vista, llegué a lo
que me esperaba: el viento en contra.
Mi
bicicleta se movía como un caballo bronco que trataba de ser domado al puro
estilo del oeste, sin embargo, en mi mente solo había una programación: pedalear
sin parar pasara lo que pasara, sin la ya mencionada sensación del tiempo.
Nunca
pensé en el maratón o lo que me pudiera esperar después de la etapa de
bicicleta, yo pedaleaba con toda mi fuerza contra el viento y mientras rebasaba
a un norteamericano alcancé a escuchar decirme: “Hey!, we still got 90 miles to go!” (Hey! aún tenemos 150
kilómetros por delante!). Yo solo pedaleaba con mente clara y en blanco, dejé
de nuevo que Dios tomara mi cuerpo y fuera Él quien pedaleara. Me puse a
disfrutar del viento en contra y del reto que estaba experimentando.
Ocasionalmente
me ardían las piernas, pero con trabajos de energía interna hacía que
desapareciera el ardor para poder ir pedaleando sin esa sensación y sin otros problemas.
Después de 40 minutos con viento en contra, di vuelta 90 grados hacia la
izquierda para tomar la carretera hacia el pueblo. El viento en esa zona ya no
estaba en contra, pero tampoco a favor, pegaba más bien de lado y mi compañera
de viaje se movía cuando entraba en esa especie de bolsas de aire.
Debía
estar atento a las ráfagas e impedir que me tomaran desprevenido.
Transcurrieron los minutos. Llegué al boulevard de entrada, donde la gente estaba
volcada en las calles apoyando a los triatletas. Nos gritaban de todo, con la
única intención de darnos ánimo para completar el reto del Ironman. De pronto, e
involuntariamente, producto de mi inconsciente, se me vinieron a mi mente mis
hermanos y mis padres. Tal cual como si esas familias enteras que salían a las
calles fueran mi familia. Imaginé a mis padres y mis dos hermanos gritando “¡vamos Ricardo!”, aparecían una y otra
vez en cada grupo de familias que se encontraban en las calles de Cozumel. Mis
lágrimas empañaron y decoraron cual mapas, la mica de mi casco, no me
importaba, el sentimiento era más grande que cualquier mancha frente a mí.
Con
ese poderío en mi ser, entré al pueblo, donde cada vez había mas gente
apoyando. Di algunas vueltas en esquinas para, de pronto, ver el primer tapete
del cronómetro, había avanzado la primera vuelta de 60 kilómetros en un tiempo
aproximado de 1 hora con 45 minutos, no estaba mal para haber enfrentado del
otro lado de la isla a mi amigo el viento. Posteriormente, di vuelta para rodar
por la avenida principal de Cozumel, por el malecón donde se encuentran la
mayoría de los hoteles. Justo cuando pasaba frente al hotel donde me había
hospedado, pasó algo que no me esperaba, mi esposa y mis dos hijos estaban parados
ahí, como si supieran exactamente a la hora que pasaría frente a ellos. Fue
realmente una gratísima sorpresa y otra recarga de energía increíble.
Viré
mi cabeza hacia la derecha para prolongar mi visión con mi familia y escuché
como mi hija me gritó: “vamos Papi!”
y mi hijito repetía lo que su hermana mayor había sacado desde el fondo de su
corazón. En ese justo momento, un sonido salió desde mi pecho que subió por mi
tráquea y expulsó mi boca, un berrido junto con un sollozo salió para
transformarse en energía pura en mis piernas. Fue un sentimiento de fuerza y
felicidad. Saber que tengo una esposa y un par de hijos maravillosos, que nos
amamos y disfrutamos las experiencias mutuas que nos da la vida.... Lloré durante
unos minutos mientras pedaleaba con furia, ello se juntó con que mi amigo el
viento se puso detrás de mi para empujarme y pasar de nuevo por el parque
Chankanab, era el inicio de la segunda de tres vueltas por la isla.
La
segunda vuelta fue muy parecida a la primera, me concentré, realizaba solo dos
movimientos, pierna izquierda y luego pierna derecha sin la sensación de
esfuerzo, dejé que Dios tomara mi cuerpo y me aislé del resto de la realidad.
Pasaron
50 kilómetros en dicho estado para despertar de mi transe cuando vi de nuevo a
mis padres y hermanos gritándome cuando volvía a llegar al pueblo, era casi el
final de la segunda vuelta de 60 kilómetros y no sentía cansancio alguno, de
hecho me sentía fuerte para enfrentar la tercera y última vuelta a la isla. Realmente
estaba disfrutando mi ironman al máximo. Volví a pasar por la ciudad. En una de
sus calles, al virar a la izquierda, vi de nueva cuenta el tapete azul que
cronometraba los tiempos de los competidores, me desenclipé de mi pierna
izquierda donde el chip se alojaba en mi tobillo, bajé la velocidad un poco y
arrastré mi pie por el tapete, escuché el “bip”
del marcaje de mi paso, me enclipé de nuevo y aceleré el paso.
Recuerdo
que otro compañero de aventura que pasaba justo conmigo por el tapete de cronometraje
me comentó: “no necesitas bajar el pie
para que te marque tu pasada el chip” y le contesté: “gracias, pero he tenido un poco de mala fortuna en los pasados eventos
en los que no me marca el chip de la pasada de la bicicleta y no he podido
saber mis tiempos parciales con exactitud, además de que gente incluso a
llegado a dudar de que no hago las tres vueltas aunque los tiempos cuadren con
exactitud al final”. Aquél compañero respondió: “así pues hasta bájate de la bicicleta, que putada que la gente crea
que no diste una vuelta”.
Rodé
un poco más con dicho “amigo” español y después ya no lo volví a ver en toda la
competencia, sin embargo nuestra efímera conversación me sirvió para vivir algo
diferente. Seguí pedaleando con la misma furia por las calles de Cozumel,
cuando de nueva cuenta crucé justo frente a mi hotel, donde una vuelta atrás,
casi una 1 y 45 minutos antes, se encontraban mi esposa y mis hijos. Los busqué
con la mirada mientras pasaba a toda la velocidad que mis piernas me permitían,
no los encontré hasta que un grito descomunal salió del diminuto cuerpo de mi
esposa: “¡Vamos Ricky!” escuché, y
volteé hacia atrás para tener ese alimento visual. Efectivamente, ahí estaban
los tres, brincando y gritando, yo solo levanté mi brazo derecho en señal de
que los había escuchado y que iban viajando en mi corazón. Es increíble como
entre tanta gente uno escucha el grito de los nuestros, como si el mismísimo
amor tuviera un tono y un vibrato
especial, ese fue el grito de amor más motivante de los últimos días.
Me
incrusté en la carretera que pasaba frente a Chankanab en donde las dos vueltas
previas existía el viento a mi favor, ahora la historia y dicho viento habían
cambiado, no había mas de mi amigo que me empujara, así que no pude levantar
los 40 kilómetros por hora ya que ahora el viento había cambiado de dirección y
se tornó en contra.
Pedaleé
con mucha concentración durante más de una hora, el viento golpeaba mi casco y yo
al mismo tiempo distraía a mi mente consciente con una pulsera rosa que mi hija
me había pedido que usara durante el Ironman. La pulsera grabada en una
plaquita de acero decía: “Regina Sala
Martínez. Si me separo de mi familia deja de latir mi corazón”. Imagínense,
algo así era como un rayo de electricidad que cruzaba por mi cuerpo, que me
daba la energía para seguir pedaleando con todo mi ser por los últimos 60
kilómetros.
No
me detuve en la parte de las necesidades especiales (special needs), ya lo había planeado así y no los ocupé, iba
comiendo lo necesario para mantener mi energía proveniente de los alimentos.
Preparé en mi bolsa de alimentos desde cacahuates, pastillones de dulce y
membrillo deshidratado con azúcar, además de unos geles, ese fue mi alimento
durante las cinco horas y media que duró mi parte de la bicicleta.
La
última parte, cuando pasaba por el ya mencionado boulevard que me llevaría
finalmente hasta la zona de transición dos, sentí como volaba literalmente por
la calle. Apreté el paso como si la competencia terminara con la bicicleta y
que no tenía que correr un maratón después de ello. Vi de nuevo a mis padres y
hermanos, apoyándome, pero en ésta ocasión los veía difusos, como si la
velocidad no me permitiera detenerme a ver los detalles, iba totalmente
concentrado en la energía de mis piernas, fue cuando sentí que las llantas no
tocaban la carretera, flotaba a la velocidad del viento, a pesar de que el
viento lo sentía de lado y no a favor.
Llegué
a la ciudad. La gente gritaba entusiasmada. Había más gente que en las primeras
dos vueltas y sentía la energía a tope. Desabroché mis zapatillas y me alisté
para bajarme de la bicicleta en la zona de desmonte. Dejé a mi compañera de
viaje, un voluntario la tomó y me dirigí a recoger la bolsa en donde se encontraban
mis cosas para correr. Noté algo: había demasiadas bolsas colgadas, digamos que
estaban colgadas la mayoría. Tomé la mía. Corrí hacia la carpa para cambiarme, observé
una silla, me sentí como cuando un boxeador ve el banquillo en su esquina
después de un duro round, me desplomé en ella. Fue cuando noté que estaba muy
agotado de mis piernas… mas no de mi corazón. La pedaleada con el viento me
estaba cobrando factura mientras buscaba entre mi bolsa de correr mis tenis y
calcetas. En ese momento apareció otro voluntario que me preguntó: “¿necesita ayuda?” Contesté, “Sí, gracias, ayúdame por favor a guardar mi
casco dentro de la bolsa”, mientras yo mezclaba mi alimento en un bote de
agua que había preparado una noche antes. Lo agité, me tomé un minuto para
restructurar mi cuerpo, le di algunos tragos a mi mezcla apresurándome como
cuando te vas de prisa de la barra de un bar y bebes tu cerveza de un solo sorbo.
Me
paré de la silla tan bien como la haría el boxeador que enfrentaría su último
round. En ese momento me percaté de que debía de hacer algo diferente para
disfrutar el maratón, así que decidí cambiarme de cuerpo y entré en un cuerpo
nuevo, un Ricardo nuevo el cuál no había ni nadado ni pedaleado anteriormente.
Una sonrisa se dibujó en mi rostro, me puse mi gorra y lentes de sol, salí de
la carpa renovado y escuché como la gente ovacionaba mi salida de la misma para
iniciar mi recorrido de 42 kilómetros.
La
gente gritaba: “¡Sí se puede Ricardo!
¡Vamos México!”, pero no era que yo fuera un famoso, el número en mi dorsal
contaba con mi nombre y nacionalidad impreso en el mismo, con lo cual la gente puede
dirigirse hacia uno como si fuera un familiar o amigo de toda la vida. Así
inició mi recorrido en el maratón, con una sonrisa en el rostro, un cuerpo
renovado y la energía a tope.
Los
primeros 10 kilómetros los crucé con mucha satisfacción, viviendo al máximo el
momento, de hecho, utilicé mi habitual trance de detener el tiempo, o más que
detenerlo simplemente dejarlo en un plano humano y pasar a algo espiritual. El
tiempo es una cuestión inventada por el hombre, por lo tanto podemos en otro
nivel de pensamiento manipularlo a placer, eso fue lo que hice y solo me
dediqué a dar dos pasos a la vez, pie izquierdo y pie derecho, con mi energía
vital moviendo mis extremidades. Así transcurrió la primera de mis tres vueltas
de catorce kilómetros cada una. Al llegar a la zona de retorno, vi de nueva
cuenta a mi familia, ahora era más el contacto ya que iba corriendo y no en
bicicleta. Mi hija incluso corrió junto conmigo durante unos metros. Me encantó
verla ya que vestía un trisuit
idéntico al mío. Sentí una conexión impresionante, incluso llegué a
visualizarme y a recordar mi niñez, cuando corría o pedaleaba en la privada en
donde crecí y jugaba que estaba en una competencia internacional.
Ahí
volví a llorar un poco más, pensé en lo sentimental que era recordar mi niñez
mientras corría en la actualidad, ahí utilicé otra herramienta mas para
continuar la segunda vuelta del maratón, corrí como un niño de diez años. Era
yo de niño corriendo, ligero, lleno de energía, claridad mental y alma pura,
mantuve dicho estado hasta que no sentí que mis piernas estaban más duras de lo
normal, lo cuál hizo que despertara de mi trance. De pronto llegaban
pensamientos que no eran útiles, como diálogos internos que me decían: “dejaste todo en la bicicleta Ricardo, no
debiste”, en eso cortaba de tajo
dichos pensamientos ya que no eran de utilidad y me aferraba a la satisfacción.
Recuerdo
haber pensado lo lindo que es estar corriendo por Cozumel en un Ironman, me
llené de nuevo de energía positiva y continué mi camino. Había apoyo de todo
tipo, desde gente bebiendo cerveza que te ofrecían una de forma cómica, hasta
un cartelón que recuerdo que sostenía un joven de unos 13 o 14 años que decía: “Finishing is the only fucking option”.
Otro más que sostenía una persona de la tercera edad decía: “Nobody quits today” y otros en español
que mencionaban cosas como “Tu familia te
espera en la meta”. Ese cartelón fue el más poderoso de los que leí, ya que
efectivamente mi familia me esperaba en la meta. Automáticamente apreté el paso
y me dispuse a terminar la segunda vuelta. Ahí vi a mi familia de nuevo, en
ésta ocasión mis dos hijos corrieron algunos metros junto a mí. Un buen amigo
nos tomó una foto que sin duda cobrará valor con el paso de los años. Te
sientes vivo al saber que puedes capturar para siempre en una imagen esos momentos.
Tengo
un recuerdo de mis anteriores Ironman en la isla de Cozumel, cada vez que
termino mi segunda vuelta en el maratón, me dirijo a la gente y con mucha
energía me prendo y grito: “¡Sólo una
vuelta más!” En mi mente es solo una vuelta, siento que no es nada ya para
terminar, sin embargo la gente que se encuentra fuera sabe que aún faltan
catorce kilómetros para terminar, pero para uno como competidor solo falta una
vuelta, es decir, nada.
Cuando
llegué al último retorno, empareje a otro competidor y le dije con ánimo: “Vamos, solo siete kilómetros más” y me respondió
con un tono cordial, como si fuéramos viejos amigos: “No Ricardo (recuerden mi nombre en el dorsal), yo apenas voy en la
segunda vuelta, aún me faltan veintiún kilómetros”.
Mis subsecuentes palabras
hacia mi amigo fueron de aliento, recuerdo haberle dicho: “Qué envidia, aún te queda tiempo para recorrer éstas calles, escuchar
a la gente, vivir como los voluntarios se desviven por darte alimento y bebida,
pensar en lo lindo que es un reto de ésta naturaleza” y finalicé: “A mi sólo me restan siete kilómetros para
vivir ésta magia, disfrútala”.
Nuestra conversación no terminó ahí, ya que
agregó: “No había pensado en todo lo que
me habías dicho, muchas gracias porque ya ando muy cansado y no sabía que
pensar para solo dejar que pasara el tiempo, ahora siento que quiero dar más
vueltas”. En tono de broma repliqué:
“No vayas a dar vueltas de más, solo te falta terminar ésta y una mas” y
reímos al unísono. Corrimos juntos durante tres kilómetros conversando de
nuestros lugares de origen y de temas que se platican comúnmente en eventos de
ésta naturaleza. Cuando faltaban solo cuatro kilómetros para la meta me despedí
y le dije: “Recuerda vivir lo que te
comenté, te ves fuerte y lo terminarás sin duda alguna, te veo en la meta”, y
apreté el paso, después de unos segundos me gritó fraternalmente mientras me
alejaba: “Vamos Ricardo, cierra con todo”
y, efectivamente, empecé a correr con todo lo que mi cuerpo me permitía. Recuerdo
vagamente pasar puntos de abastecimiento sin detenerme, iba disfrutando lo
último que me quedaba del Ironman.
Empecé a escuchar a lo lejos la música que
había en la meta, escuchaba la algarabía de la gente y sabía que en cualquier
momento aparecerían mis hijos y mi esposa. Seguía corriendo y la gente gritaba
mi nombre, en ese momento vi a mi familia, sostenían un muñeco de peluche, lo
cuál lo hacen cada año para que cruce con él, también me entregaron una rosa y
lo más divertido de todo fue cuando me entregaron la máscara del super héroe de
los comics de Marvel, obviamente: ¡Ironman! Era perfecto, un ironman con una
máscara de Ironman terminando un Ironman. Seguí corriendo y me la puse como pude.
Noté a la gente espectadora y parada a unos metros de la meta con cara de
felicidad y risas cuando veían a un tipo vestido de triatleta pero con máscara
de Ironman. Me sentía mi hijo, fan de todos los súper héroes, que desde
Saltillo me había dicho cómo posicionara los brazos y las manos para parecerme
al mencionado héroe.
Así
ingresé en el “Pasillo de la Victoria”. Es el pasillo final que te conduce
hacia el arco de meta. Iba volando con risas y lágrimas por debajo de la
máscara, sentía que era yo de niño y solo veía flashazos de cámaras
fotográficas en el público. Así corriendo con los brazos detrás de mí, abiertos
de súper héroe, llegué hasta la meta.
Me
detuve justo en el tapete de cronometraje bajo el arco de llegada, hice una
pausa e hice el movimiento de Ironman que mis hijos me habían enseñado y
encargado. Es indescriptible ese momento, pero las palabras sobran, no se
necesita explicar.
El Ironman
había terminado para mí. Caminé por la zona de recuperación, por cierto con muy
pocos competidores que habían terminado. Se respiraba tranquilidad pero un poco
de soledad, éramos realmente pocos. Me colgaron la medalla, caminé un poco por
dicha zona y me sumergí en una de las albercas inflables con hielo. Solo había
una persona conmigo, el agua aún estaba cristalina y con hielo, por lo tanto me
senté y empecé a conversar con ese competidor. De pronto, se acercaron dos voluntarios
y, como si fuera un peculiar restaurante, nos preguntaron: “¿desean algo?, ¿pizza?, ¿una sopa?, ¿un refresco?” Ambos
contestamos: “¡Pizza! Si gracias,
queremos una pizza por favor”. En menos de un minuto estábamos platicando
de lo dura que había estado la parte del mar… pero con una pizza en la mano
sumergidos en una alberca de hielo.
Conversamos
aproximadamente 10 o 15 minutos y nos despedimos. Nos abrazamos y felicitamos, nunca
en mi vida lo había visto antes ni él a mí, pero así es esto de los Ironman, nos
une un sentimiento fraternal inexplicable.
Me salí
y fui a reunirme con mi familia en el punto acordado para ello. Recuerdo haber
ido llorando de nueva cuenta, sentía que los minutos eran eternos mientras
cruzaba la plaza que me llevaría al encuentro con ellos; los vi a lo lejos y corrieron
hacia mí. Los abracé a cada uno como pude, ya que me encontraba muy estropeado
y mal aseado, era una combinación de sudor, sal de mar, sal de lágrimas, agua…
y todo lo que fui recogiendo en una jornada de 11 horas y media de ejercicio y
vivencias increíbles.
Así
terminó mi Ironman del año 2012, con un aprendizaje extraordinario, sabiendo
que no tenemos control del clima pero sí tenemos control de nuestras acciones y
actitudes. Sabiendo que para conseguir una meta nos debemos de adaptar a lo que
tenemos y no a lo que deseamos. A saber que Dios vive dentro de cada uno de
nosotros y que la relación con Él debe de ir en aumento cada minuto, cada hora
y cada día de nuestra existencia.
Todo lo anterior sumó para mi persona, para crecer como ser espiritual en un solo día. A partir de ahora era un hombre diferente, con nuevos aprendizajes gracias a ese reto llamado IRONMAN.